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Felizmente, no nos debemos a una sola tradición. Podemos aspirar a todas.

Jorge Luis Borges

El argentino Jorge Luis Borges (1899-1986) es ya un clásico de la literatura mundial. Quizá es el que mayor reconocimiento internacional ha tenido de todos los autores en español del siglo XX. La crítica y el público lo aprecian. Aparece reivindicado por autores europeos, americanos y de otras latitudes y longitudes. Lo comenta Italo Calvino en su ensayo citado días atrás, lo selecciona Harold Bloom como pieza central de su parnaso particular y lo encontramos, por ejemplo, en casi todas las antologías generales del influyente mercado cultural norteamericano, como la Norton Anthology of Western Literature o la Longman Anthology of World Literature.

Borges, con sus poemas y sus relatos breves, como El aleph (1949) o El sur (1956) por citar algunos, alcanza una densidad significativa y una belleza sin discusiones. Es un maestro del verso, del cuento literario y de un género híbrido que cultivó como nadie: el ensayo o disquisición cultural en que liga historia, filosofía y crítica literaria con la pura invención y la magia verbal.

Por ello, las ideas de Borges sobre literatura son siempre valiosas. En «Sobre los clásicos», ensayo incluido en Otras inquisiciones (1952), Borges nos habla de su concepto de clásico. Tomando como ejemplo el caso del I ching, un libro de filosofía y adivinación del que Confucio dijo que dedicaría cincuenta años a estudiarlo, nos dice:

Clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término. Previsiblemente, esas decisiones varían.

Así es: los clásicos nos vienen de la tradición y exigen un acto de fe previo. Sin embargo, esa determinación colectiva no es inmutable, cambia con el tiempo, lo que nos lleva a admitir su arbitrariedad al menos relativa. De esta manera podemos entender por qué cada pueblo o cultura tiene sus clásicos y por qué clásicos de otro tiempo han caído en el olvido, mientras que obras olvidadas han sido recuperadas definitivamente para la posteridad.

Pero más allá del miope nacionalismo cultural, según el cual el Fausto es esencial para los alemanes, el Paraíso perdido lo es para los ingleses, la Divina Comedia lo es para los italianos, y así ad infinitum, hay lugar para la renovación o sustitución del canon establecido, porque los criterios pueden modificarse y dependen en última instancia de dónde se pueda encontrar la gran literatura. Abrir el canon, he aquí buena parte del reto. Sigue Borges:

Hacia el año treinta creía, bajo el influjo de Macedonio Fernández, que la belleza es privilegio de unos pocos autores; ahora sé que es común y que está acechándonos en las casuales páginas del mediocre o en un diálogo callejero. Así, mi desconocimiento de las letras malayas o húngaras es total, pero estoy seguro de que si el tiempo me deparara la ocasión para su estudio, encontraría en ellas todos los alimentos que requiere el espíritu. Además de las barreras lingüísticas, intervienen las políticas o geográficas.

En la letra de un tango, en una frase espigada al azar en el discurso de un niño, en un párrafo oculto en las columnas de un diario… La belleza literaria puede estar en cualquier parte y no hay un don magnífico o especial que se otorgue sólo a unos pocos elegidos para que revistan todo cuanto tocan o dicen de hermosura. Unos son más afortunados que otros en talento y arte, pero la maravilla de la literatura es infinita y reside básicamente en la propia mirada y en la propia sensibilidad para encontrarla. Como dice Borges:

La gloria de un poeta depende, en suma, de la excitación o de la apatía de las generaciones de hombres anónimos que la ponen a prueba en la soledad de sus bibliotecas.

El lector en el centro. Saber leer. He ahí la clave auténtica. Saber encontrar el diamante en el barro o en el campo florido. Y a la vez tener conciencia del límite de lo que podemos conocer y la seguridad de que tantas cosas valen la pena y pueden ser geniales, pero nunca accederemos a ellas porque nuestra lengua, nuestra mente y nuestra biblioteca son finitas. Y además, tener conciencia de los propios prejuicios, porque a veces no leemos a ciertos autores o los ignoramos deliberadamente porque no nos caen bien, o porque no son de nuestra cuerda ideológica o porque la cultura en que se insertan  nos produce rechazo por motivos personales,  políticos o históricos. ¿Cómo leer en alemán después de haber sido torturado en Auschwitz? ¿Cómo leer al palestino Mahmud Darwish siendo israelí, aunque el poema sea tan revelador del conflicto entre ambos pueblos como Él está tranquilo? ¿Cómo valorar a Amos Oz siendo un huérfano de guerra en la Franja de Gaza? Sigue Borges:

Las emociones que la literatura suscita son quizá eternas, pero los medios deben constantemente variar, siquiera de un modo levísimo, para no perder su virtud. Se gastan a medida que los reconoce el lector. De ahí el peligro de afirmar que existen obras clásicas y que lo serán para siempre.

El amor es eterno mientras dura -dice un adagio popular. El clásico se mantiene entre los elegidos mientras goza de fama incontestable, mientras tiene ese prestigio tan peligroso que lo relega al estante más alto, mientras incita y a la vez retrae a los no iniciados. Y termina Borges con el resumen de su tesis:

Clásico no es un libro (lo repito) que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad.

Aquí Bloom y su criterio de la «supremacía estética» se van al traste. Porque ¿en qué criterios estrictos, explícitos y objetivables, estaría fundada esa «supremacía estética»? La pregunta es central. Exploremos esas «diversas razones» y tendremos los fundamentos del canon: el por qué una obra se convierte en un clásico y otra similar no.

Las razones, lo veremos despacio, son de diferente orden y en buena parte obedecen al azar histórico, a veces reversible en lo que a juicios literarios y galerías de elegidos se refiere. Pero está claro que, entre los motivos destacables, esa «devoción previa» de que habla Borges es esencial. Producto del prestigio escolar, académico o del tipo que sea, esa pátina de atractivo antiguo pero imperecedero, de objeto «con clase» y «de clase», revestido de un aura misteriosa y elegante, es un requisito ineludible. Que no constituya una barrera infranqueable para las nuevas generaciones es nuestra tarea.

Referencias:

Jorge Luis Borges (1952): «Sobre los clásicos» en Otras inquisiciones. Incluido en Obras completas. Volumen II (1952-1972). Emecé editores, Barcelona, 1989. Página 151.

  • Se puede leer el texto completo en un documento pdf clicando en el enlace Sobre los clásicos.

Homenaje a Mahmud Darwish en Ramala, tribuna de Juan Goytisolo en El País (14-03-2011)

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